domingo, 8 de julio de 2012

Ardiendo


Hay muchas formas de fracasar. Es difícil acostumbrarse al fracaso, sobre todo cuando uno es exigente consigo mismo. En los últimos dos años, la palabra fracaso ha estado presente en mi cabeza sin abandonarla casi en ningún momento, imborrable. Al principio era un fracaso asumible, al fin y al cabo tampoco hacía todo lo que debía hacer por evitarlo, así que era normal. Pero el fracaso pesa mucho, llega un momento en el que da igual que los demás también fracasen, un momento en el que la confianza en lo que haces se desvanece, un momento en el que empiezas a preguntarte si lo que estás intentando tiene algún sentido. Y en ese momento, renací. Conseguí lo que nunca antes había conseguido, conseguí encontrar el modo de que el fracaso desapareciese, o apareciese menos. Conseguí salir a flote, asomar la cabeza. De repente me sentí con fuerzas para, definitivamente, acabar con el fracaso de una vez por todas, vencer esta lucha moral conmigo mismo y demostrar a quienes me subestiman (incluido yo mismo) que se equivocan, me sentí con posibilidades reales de lograrlo, pensé que lo conseguiría. Visualizaba el éxito en mi mente.

Pero no, justo cuando asomaba la cabeza, cuando lo rozaba con la punta de los dedos, un martillo me hizo caer de nuevo en los brazos del fracaso. Era posible, estuvo cerca, pero el fracaso ha sido muy doloroso esta vez. Porque esta vez sí que había hecho lo que debía hacer, porque por primera vez me sentía capaz de hacerlo, interiormente estaba convencido de que lo lograría. Porque había dedicado mucho esfuerzo para lograrlo. Y no ha sido así, y lo peor es que no entiendo por qué. Mi parte débil me repite que no es justo, pero hace tiempo que me impongo el pensamiento de que si las cosas buenas que me pasan no las considero injustas, no debo hacerlo tampoco con las malas. Si he fracasado ha sido porque algo he hecho mal, pero ya no sé qué hacer. Ya no sé a qué agarrarme, si cada vez que asomo la cabeza me van a dar un martillazo, quizá sea mejor no volverla a asomar, no volver a creer en mis posibilidades. Pero no, no es mi estilo.

Yo siempre fui pesimista, siempre intenté protegerme de los chascos y las desilusiones. Por una vez he decidido no hacerlo y el golpe ha sido mortal para mi autoestima. No se volverá a repetir. Ahora el futuro se presenta incierto, no creo en nada de lo que hago y no sé qué pasos dar. Quizá sea este, por fin, el punto de inflexión, quizá a partir de ahora logre quitarme las cadenas del fracaso. Vi la luz una vez, la rocé con mis dedos. Sé que existe, que no está tan lejos de mi alcance, sólo hay que confiar en que la próxima vez que asome la cabeza, me dé tiempo a sacar un brazo y agarrarme a algo antes de que me den el martillazo, que me lo darán. Porque siempre me lo dan. Hay gente propensa a que le tiendan la mano y gente propensa a que le den martillazos. Hace tiempo que sé que soy de los segundos, y nunca me incomodó esa idea. Me gusta, pero llevo mucho tiempo ardiendo y no sé si al final voy a conseguir no quemarme.

sábado, 7 de julio de 2012

¿Quién manda?


La vida como una lucha contra el tiempo. El tiempo, implacable contrincante. Segundo a segundo consume todo, desde nuestras esperanzas hasta nuestra propia vida. A veces pasa deprisa, otras despacio. Suele gustarnos más que pase deprisa, porque implica que estamos disfrutando, pero no nos gusta su velocidad, porque cuanto más deprisa va, más deprisa vamos nosotros hacia nuestro fin, o hacia la vejez, que casi nos aterra más. Todos (unos más que otros) tenemos un momento de vez en cuando en el que pensamos lo rápido que pasa el tiempo, dónde estábamos hace uno, cinco o diez años y como han pasado tantas cosas “sin darnos cuenta.” Pero todos sabemos en el fondo que no ha pasado rápido, que el tiempo no pasa rápido ni lento, simplemente pasa, siempre al mismo ritmo, que se nos antoja rápido, y no nos gusta. Nos agobia el tiempo, y somos sus presos. Es una lucha desigual, el tiempo se mantiene intacto mientras nos va consumiendo poco a poco, y así es como se llega a la conclusión de que es imposible vencer al tiempo. 

Plantear la vida como una lucha contra él es una forma de condenarse a la derrota constante, pero… ¿cómo hay que plantear la vida? Yo creo que no hay que plantearla, que simplemente hay que asumir nuestra esclavitud. Seríamos esclavos del tiempo también sin relojes, pero los inventamos para recordarnos quién maneja nuestra vida. También somos esclavos del dinero, pero eso sólo es culpa nuestra. Sin embargo, tenemos suerte de ser esclavos también de nuestras emociones, que es el único de nuestros dueños al que podemos controlar.  Aprender a ser indiferente ante las cosas que nos causen emociones desagradables y aprender a disfrutar de las sensaciones agradables es lo único que depende de nosotros, de lo demás… Será el tiempo quien se encargue de lo demás.

lunes, 14 de mayo de 2012

¿Smart? ¿Phones?

"Smartphones", una palabra que cada día se escucha más, y que hace poco años ni la conocíamos. Han entrado en la vida cotidiana de millones de personas y, como tantas otras cosas, han venido para quedarse. El smartphone lo tiene (casi) todo aunque sea de gama baja: cámara, 3G, Wifi, Bluetooth, GPS, radio, Whatsapp, grabadora, juegos (todos altamente adictivos), aplicaciones de todo tipo, mensajería.... Y teléfono. Los móviles han pasado de "ser" teléfono a "tener" teléfono.


Hace 6 meses perdí mi anterior móvil, un Nokia que ni siquiera tenía pantalla táctil, un móvil a prueba de bombas, al que la batería le duraba una semana o más y con el que yo era feliz. No necesitaba otra cosa: llamar y escribir mensajes. Aún así, si digo que los smartphones no me llamaban la atención, estaría mintiendo. Son útiles, las cosas como son. Internet se ha convertido en una necesidad (hay que admitirlo) y tener la posibilidad de acceder a él desde cualquier sitio es un lujo. Pero yo no quería (mejor dicho, no ansiaba) tener uno. Llegó el momento de elegir móvil nuevo y tenía tres opciones: gastar 80 € en un móvil del estilo del que tenía, gastar 110 € en un smartphone de gama baja o la favotrita de la sociedad, gastarme una pasta en un Samsung Galaxy o un HTC del copón o un iPhone. Elegí la segunda opción, haber elegido la primera más que una cuestión de principios habría sido una gilipollez.


Lo cierto es que entiendo a la gente que está enganchada al móvil, tener mensajería instantánea gratis, poder escribir un tweet en cualquier momento, poder leer el periódico por Internet en cualquier sitio... En fin, suficientes alicientes como para no estar de brazos cruzados en un tren, en un banco o incluso en una clase. Para poder hacer estas cosas, evidentemente, se necesita acceso a Internet, sin él no se aprovechan las ventajas de un smartphone. Y en esa situación estoy yo, no tengo tarifa de datos, ni la quiero tener. En la universidad y en mi casa me puedo conectar mediante el Wifi, ¿para qué quiero más? Puedo vivir sin Internet en el tren (aunque si lo hubiese, probablemente lo usaría), y puedo vivir sin ir por la calle con la cabeza agachada mirando el móvil. El móvil (como teléfono) se ha convertido en una necesidad, si estoy fuera de casa y me quedo sin saldo o sin batería (o lo más terrible, sin las dos cosas) me siento inseguro. No quiero que me pase lo mismo con esto, y estoy seguro de que a mucha gente le pasa ya, aunque no lo reconozcan.


A nivel comercial lo que interesa no es que la gente tenga un smartphone, el smartphone no es más que una manera de que las tarifas telefónicas crezcan, que los que antes gastaban 15-20 euros al mes en teléfono ahora gasten 30-40. No considero que yo, siendo de tarjeta de prepago, al haberme comprado uno de los peores smartphones del mercado haya caído en la trampa. Mi conciencia está bastante tranquila en ese sentido.


¿Inteligentes? Sí, pero no es el móvil el inteligente sino el que ideó la manera de sacarle provecho (siempre sinónimo de dinero en los tiempos que corren).


Los SMS y las llamadas (tal y como las concebíamos hace unos años) están destinados a una muerte lenta (menos lenta en el caso de los SMS, que están agonizando), ¡quién lo iba a decir! ¿Por qué el telégrafo (texto) perdió la batalla contra el teléfono (voz) y ahora es la voz la que está perdiendo contra el texto? El ser humano es así, eterno insatisfecho, pendular, es tan simple como eso. De aquí a unos años estaremos hablando del proceso contrario, es nuestra naturaleza.


En definitiva, desearía no haber perdido mi anterior móvil y tenerlo todavía, pero si lo volviese a perder, volvería a comprarme este mismo.
Y digo "este mismo" porque esto lo estoy escribiendo en la estación, hoy 12 de mayo, mientras espero al tren, con la aplicación de Blogger (por eso digo que es útil este cacharro), pero no podré publicarlo hasta que no llegue a casa, o mañana, o cuando sea, y me da igual, y así quiero que siga siendo hasta que llegue el día (que llegará) en que la comunicación sea casi imposible sin Internet en el móvil. Hasta entonces, seguiré así. Cuestión de principios.

domingo, 1 de abril de 2012

Sin paracaídas

Hay que tomar una decisión. Respirar profundo da igual, esa ansiedad repentina ha venido para quedarse. Momento de decidir, sin saber si es lo correcto, tu futuro. Momento de abrirse unas puertas y cerrarse otras. Imposible hacer algo con el convencimiento de que saldrá bien. Inevitable arrepentitse después en algún momento, sea cual sea la decisión que se tome.

Pero sin esto la vida no sería lo que es. Son las decisiones las que nos mantienen alerta, el ser humano es adicto a la incertidumbre. Necesitamos tirarnos al vacío sin paracaídas de vez en cuando, aunque nos cueste.

lunes, 26 de marzo de 2012

Decisiones


Según los antiguos, debemos tomar las decisiones en el tiempo que se tarda en respirar siete veces. El señor Takanobu decía: “si los juicios se alargan mucho, se pudren.” El señor Naoshige decía: “Cuando las cosas se hacen despacio, salen mal siete veces de cada diez. El guerrero hace las cosas deprisa.”
 
Si te pones a pensar en esto y aquello, no llegarás a ninguna conclusión en tus reflexiones. Debemos tomar las decisiones con espíritu intenso, fresco y expeditivo, en el tiempo que se tarda en respirar siete veces. Es cuestión de ser decididos y de tener ánimo para dar el salto sin más.


Yamamoto Tsunetomo

lunes, 12 de marzo de 2012

Montañas

Un desierto.
Caminar y tener la sensación de haber pasado antes por ese lugar.
Estar caminando en círculos.
Darse cuenta.
Ver a lo lejos un oasis.
Plantearse si ir hacia él o no.
Podría ser un espejismo.
Mientras tanto seguir andando en círculos, sin avanzar.
Decidir finalmente ir hacia el oasis.
Avanzar un poco.
Encontrar una montaña enorme.
Pararse a pensar cómo atravesarla.
¿Rodearla o trepar?
Aprovechar para tumbarse a descansar mientras se piensa la solución al problema.
Dormirse.
Amanecer al día siguiente y no haber llegado a ninguna conclusión.
Las ganas de llegar al oasis son menos.
Hacer un esfuerzo.
Decidir rodear la montaña.
A mitad de camino aparece otra montaña.
Decidir rodearla también.
Aparecen dos más.
Tomar la misma decisión.
Aparecen más.
Son cada vez más anchas.
Haber rodeado ya muchas montañas.
¿Cuál era el objetivo?
¿Rodear montañas?
Ah no, llegar a un oasis.
Que ya ni siquiera se puede ver.
Una cordillera lo esconde.
Quién sabe, a lo mejor después de todo era un espejismo.
¿Merece la pena seguir rodeando montañas?
Seguramente sí.
Puede que no.
Tumbarse a descansar una vez más.
Pensar.
Levantarse al día siguiente.
Volver a andar en círculos.

Tengo sed.
Me da igual.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Luna llena


Hay cosas que se suelen saber desde que eres pequeño, ya sea por observación o porque te las enseñen. Cuando siendo algo más mayores se descubren estas cosas, hay quien se siente estúpido (lógico) y también hay quién se siente ilusionado, recordando esa sensación que se tenía cuando éramos niños y descubríamos cualquier cosa. Fue esto lo que sentí hace unos meses, cuando descubrí algo que cambio mi forma de ver las cosas.

Sólo cuando la Luna está llena, se ve entera. Eso era lo que pensaba yo hasta que me di cuenta de que cuando no está llena también se ve todo su contorno, no se ve todo negro, se ve un círculo algo más claro alrededor de la parte que se ve. Fue una especie de alucine lo que sentí, pero a la vez me emocionó y… me hizo pensar. Me hizo pensar en aquello de que no siempre las cosas son como creemos, que a veces tenemos las cosas delante de nuestras narices y no las vemos realmente como son por no mirar con atención. Yo hace un par de años habría llamado loco al que me hubiese dicho que la Luna se ve entera siempre, y mira por donde es así. Me pregunto con cuantas cosas más me pasará lo mismo, porque estoy seguro de que no es la única, de que hay un montón de cosas que doy por hechas y a las que seguramente no haya prestado nunca la atención que debería. En mi caso, un descubrimiento tardío de algo que supongo que es evidente me hizo abrir los ojos sobre muchas cosas, me alegro de haber sido tan estúpido de no haberme dado cuenta antes.