Hace unos días que acabaron los
Juegos Olímpicos de 2012. Los Juegos Olímpicos de Londres, ya que en su momento
se decidió que debían ser celebrados allí por tercera vez en vez de dejar a
Madrid estrenarse en la organización de unos Juegos. Pero bueno, más justo o
menos justo, no pudo ser. Sobre como apestan a sobornos, conveniencias y demás
las elecciones de las ciudades organizadoras de estos eventos se podrían
escribir muchas líneas sin conseguir nada más que cabrearse sin sentido, ya
que, como tantas otras cosas, eso no depende de la gente común, eso es cosa de
quienes mandan. La clave de la sociedad en que vivimos es que quienes manejan
el mundo consiguen que la gente piense que tiene voz y voto cuando sin embargo
no importa una mierda. Algunos se van dando cuenta, pero la mayoría no, aunque
todo llegará.
Pero bueno, no me quiero desviar,
hablaba de los Juegos Olímpicos. Como la mayoría de las cosas, me han hecho
reflexionar. Los primeros días me gustaba imaginarme cómo habrían sido de haber
sido Madrid la elegida como sede. Me gustaba imaginarme como el voluntario que
habría sido, me gustaba imaginarme que por una vez éramos el centro de atención
por algo bueno, no por los mediocres políticos que llevan años gobernándonos,
ni por la prima de riesgo, ni la crisis… Habría estado bien, aunque no habría
hecho desaparecer ninguno de esos problemas que nos llevan lentamente al
desastre. Pero mi reflexión más profunda es que los Juegos Olímpicos son el
único evento que hermana (al menos de puertas para afuera, lo que se enseña en
televisión) a las diferentes culturas y países del mundo. Durante la ceremonia
de clausura, mientras veía a atletas de los países participantes mezclados,
saltando y vibrando juntos con la música británica, me paré a pensar en alguna
otra ocasión en la que se vea algo así, y no la encontré. Sólo vemos a
representantes de los diferentes países del mundo reunidos cuando se trata de
cuestiones políticas, estrechándose las manos protocolariamente embutidos en
sus impolutos trajes. Existen mundiales de fútbol, baloncesto y otros muchos
deportes que también congregan a gran diversidad de gente, pero no deja de ser
lo mismo: deporte. Y es que el deporte, por mucho que algunos (muchos) digan
que no es más que el opio del pueblo, tiene una labor social que ahora mismo
ninguna otra actividad posee. Aún así, siempre hay quién se aprovecha de esto
para usarlo verdaderamente como opio para un pueblo que debe aprender a no
dejarse engañar. Porque sí, se puede estar pendiente del deporte y puede uno enterarse
de lo que pasa en el mundo e inquietarse por ello al mismo tiempo.
Mi última reflexión es que como humanos que somos, nos
empeñamos en degenerar y corromper las grandes cosas que nosotros mismos hemos
ideado. Los Juegos Olímpicos son algo especial, es algo que, como he dicho
antes, une culturas aunque sólo sea durante apenas dos semanas. Cada récord del
mundo establece un nuevo límite para el hombre, siempre empeñado en descubrir
hasta dónde puede llegar. Y eso es algo bueno. Pero lo corrompen, lo corrompen
los intereses políticos, lo corrompen las multinacionales. En definitiva, lo
corrompe el dinero. ¿Para qué ese dispendio de medios en las ceremonias de
apertura y clausura? ¿Para qué tanta luz, para qué tanto bombo? No he buscado
las cifras de dinero que se han gastado en todas las cosas que no son
necesarias para la organización de unos Juegos porque no he querido deprimirme.
Porque estoy seguro de que lo haría. Y porque me hierve la sangre cada vez que veo
esas cosas. Pero al fin y al cabo, ¿qué más da que las conciencias de algunos
ciudadanos no estén tranquilas viendo como preferimos un desfile a enviar
comida a quien no la tiene? Si los del traje y la corbata tienen las
conciencias tranquilas y se llenan los bolsillos, nada más importa.
¿Qué pensarían los atletas
africanos al ver en las gradas del estadio a un niño gordo que tira media
hamburguesa a la basura porque no le apetece más?
Los Juegos Olímpicos son una
fiesta, algo que deberíamos esforzarnos en preservar lo más posible, incluso no
vería mal incrementar la frecuencia con la que son celebrados. Pero una
celebración más austera haría de ellos algo aún más especial.
El momento que más me emocionó de
los Juegos Olímpicos no fue ninguna medalla ni ningún récord, no fue Phelps, no
fue Bolt, no fue Farah, ni ningún español logrando alguna medalla. Fue cuando
dos keniatas y un ugandés se subieron al podio a recibir sus medallas logradas
en la prueba del maratón, en plena ceremonia de clausura, ante los ojos de todo
el mundo, y el himno de Uganda, y no el estadounidense, ni el chino, ni el
francés, ni el de ningún país desarrollado, retumbó en el estadio y en cada
casa de cada país. Ver su emoción al recibir sus medallas, verles no saber cómo colocárselas para que les
sacasen la foto de rigor, ver la emoción del ugandés al tararear su himno.
Imaginar de dónde vienen, y darse cuenta de que pese a lo injusto que es el
mundo, la suerte sonríe algunos que no contaban con ello, y que no tenían
ninguna facilidad para lograr enseñar al mundo entero que son los mejores en
algo.
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