sábado, 18 de agosto de 2012

Londres 2012


Hace unos días que acabaron los Juegos Olímpicos de 2012. Los Juegos Olímpicos de Londres, ya que en su momento se decidió que debían ser celebrados allí por tercera vez en vez de dejar a Madrid estrenarse en la organización de unos Juegos. Pero bueno, más justo o menos justo, no pudo ser. Sobre como apestan a sobornos, conveniencias y demás las elecciones de las ciudades organizadoras de estos eventos se podrían escribir muchas líneas sin conseguir nada más que cabrearse sin sentido, ya que, como tantas otras cosas, eso no depende de la gente común, eso es cosa de quienes mandan. La clave de la sociedad en que vivimos es que quienes manejan el mundo consiguen que la gente piense que tiene voz y voto cuando sin embargo no importa una mierda. Algunos se van dando cuenta, pero la mayoría no, aunque todo llegará.


Pero bueno, no me quiero desviar, hablaba de los Juegos Olímpicos. Como la mayoría de las cosas, me han hecho reflexionar. Los primeros días me gustaba imaginarme cómo habrían sido de haber sido Madrid la elegida como sede. Me gustaba imaginarme como el voluntario que habría sido, me gustaba imaginarme que por una vez éramos el centro de atención por algo bueno, no por los mediocres políticos que llevan años gobernándonos, ni por la prima de riesgo, ni la crisis… Habría estado bien, aunque no habría hecho desaparecer ninguno de esos problemas que nos llevan lentamente al desastre. Pero mi reflexión más profunda es que los Juegos Olímpicos son el único evento que hermana (al menos de puertas para afuera, lo que se enseña en televisión) a las diferentes culturas y países del mundo. Durante la ceremonia de clausura, mientras veía a atletas de los países participantes mezclados, saltando y vibrando juntos con la música británica, me paré a pensar en alguna otra ocasión en la que se vea algo así, y no la encontré. Sólo vemos a representantes de los diferentes países del mundo reunidos cuando se trata de cuestiones políticas, estrechándose las manos protocolariamente embutidos en sus impolutos trajes. Existen mundiales de fútbol, baloncesto y otros muchos deportes que también congregan a gran diversidad de gente, pero no deja de ser lo mismo: deporte. Y es que el deporte, por mucho que algunos (muchos) digan que no es más que el opio del pueblo, tiene una labor social que ahora mismo ninguna otra actividad posee. Aún así, siempre hay quién se aprovecha de esto para usarlo verdaderamente como opio para un pueblo que debe aprender a no dejarse engañar. Porque sí, se puede estar pendiente del deporte y puede uno enterarse de lo que pasa en el mundo e inquietarse por ello al mismo tiempo.

Mi última  reflexión es que como humanos que somos, nos empeñamos en degenerar y corromper las grandes cosas que nosotros mismos hemos ideado. Los Juegos Olímpicos son algo especial, es algo que, como he dicho antes, une culturas aunque sólo sea durante apenas dos semanas. Cada récord del mundo establece un nuevo límite para el hombre, siempre empeñado en descubrir hasta dónde puede llegar. Y eso es algo bueno. Pero lo corrompen, lo corrompen los intereses políticos, lo corrompen las multinacionales. En definitiva, lo corrompe el dinero. ¿Para qué ese dispendio de medios en las ceremonias de apertura y clausura? ¿Para qué tanta luz, para qué tanto bombo? No he buscado las cifras de dinero que se han gastado en todas las cosas que no son necesarias para la organización de unos Juegos porque no he querido deprimirme. Porque estoy seguro de que lo haría. Y porque me hierve la sangre cada vez que veo esas cosas. Pero al fin y al cabo, ¿qué más da que las conciencias de algunos ciudadanos no estén tranquilas viendo como preferimos un desfile a enviar comida a quien no la tiene? Si los del traje y la corbata tienen las conciencias tranquilas y se llenan los bolsillos, nada más importa.


¿Qué pensarían los atletas africanos al ver en las gradas del estadio a un niño gordo que tira media hamburguesa a la basura porque no le apetece más?


Los Juegos Olímpicos son una fiesta, algo que deberíamos esforzarnos en preservar lo más posible, incluso no vería mal incrementar la frecuencia con la que son celebrados. Pero una celebración más austera haría de ellos algo aún más especial.


El momento que más me emocionó de los Juegos Olímpicos no fue ninguna medalla ni ningún récord, no fue Phelps, no fue Bolt, no fue Farah, ni ningún español logrando alguna medalla. Fue cuando dos keniatas y un ugandés se subieron al podio a recibir sus medallas logradas en la prueba del maratón, en plena ceremonia de clausura, ante los ojos de todo el mundo, y el himno de Uganda, y no el estadounidense, ni el chino, ni el francés, ni el de ningún país desarrollado, retumbó en el estadio y en cada casa de cada país. Ver su emoción al recibir sus medallas,  verles no saber cómo colocárselas para que les sacasen la foto de rigor, ver la emoción del ugandés al tararear su himno. Imaginar de dónde vienen, y darse cuenta de que pese a lo injusto que es el mundo, la suerte sonríe algunos que no contaban con ello, y que no tenían ninguna facilidad para lograr enseñar al mundo entero que son los mejores en algo.




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