jueves, 28 de noviembre de 2013

Adicción al sufrimiento


Cuando era pequeño y jugaba en el parque con mis amigos, si jugábamos al escondite entre arbustos o dábamos carreras o simplemente caminábamos o hacíamos el tonto, si había que elegir entre un camino liso y uno con piedras, ramas o zarzas yo me iba por el segundo. Las heridas en las rodillas no me molestaban y las cicatrices las veía, y las sigo viendo, como pequeños trofeos. Me gustaba lo difícil. Siempre me gustó. Y me sigue gustando.


Al final todo depende cómo te planteas intentar ganar en este juego que te propone la vida. Ante el fracaso hay muchas formas de reaccionar. Hay quien rebaja sus aspiraciones y se pone el listón más bajo, hay quien abandona directamente y también hay quién mantiene la exigencia al mismo nivel o incluso la sube, consciente de que es capaz de lograr en un segundo intento lo que en el primero no estuvo ni cerca de conseguir. Eso último nace de una valiosa confianza en uno mismo que le impulsa a seguir confiando en sus posibilidades, pero lo que se pone en juego cuando se intenta una revancha es precisamente eso, la confianza en uno mismo.

Puedes caer y te puedes levantar, pero hay para quien levantarse no es suficiente. Hay quien después de caer necesita dar un salto para compensar a su autoestima por el fracaso anterior. Hay quien ante el fracaso se pone metas más altas. Un órdago. Y los órdagos tienen lo que tienen: ganas todo o pierdes todo.

Si tú le echas un órdago a la vida ella te lo va a aceptar. Sí o sí. Y cuando lo haces sabes a lo que te atienes. Sabes lo que puede pasar si lo pierdes, sabes que caerías a un agujero más profundo del que estabas intentando salir. ¿Arriesgado? Sí. ¿Bajar el listón sería más sensato? Seguramente. Pero no te lo planteas. Porque sabes lo que eres capaz de hacer. Lo que fuiste capaz de hacer. Lo que deberías ser capaz de hacer. Y lo tienes que intentar. Porque sólo un éxito mayor podrá redimirte del fallo que cometiste. 


Pero el fracaso te va quitando fuerza, y aunque tu confianza en ti mismo parezca seguir intacta, inconscientemente cada vez estás menos seguro de lo que haces. Cada derrota te roba un poquito más de fuerza. Siempre creíste no estar dándolo todo, que podías dar más llegado el momento. Siempre creíste tener una reserva, un margen de mejora. Cuando llegaron los primeros fracasos tenías claro que podías hacer frente a lo que viniera después, pensabas que en realidad era cuestión de ponerse serios de una vez y dar un puñetazo sobre la mesa. Y llegado el momento te preguntas si no será que realmente no das más de ti. Pero te lo quitas de la cabeza porque no puedes permitirte pensar eso. Porque si piensas eso sí que se acabó. Porque ese es el fino hilo que separa el convencimiento de la desesperación y sabes que si se rompe estás hundido.

Y el puñetazo te lo acaban dando a ti. Estabas en una situación de relativa y engañosa comodidad y de repente todo se viene abajo, tropiezas de una forma exagerada. Pierdes el órdago. Respiras hondo y sigues. Sigues porque es lo que has hecho siempre, sigues porque tú la vida la entiendes así, porque estás dispuesto a sufrir, porque un día aprendiste que disfrutabas más triunfando cuando lo que dejabas atrás era dolor y sufrimiento que cuando todo era color de rosa.

Pero igual que la vida acepta siempre los órdagos, ofrece siempre también revanchas cuando los pierdes.
 
Y el reto que te propones para reponerte es tan exagerado como tu tropezón anterior. Pero lo puedes conseguir. Lo sabes. Aunque tienes muy claro que un nuevo puñetazo podría ser casi definitivo, dejarte muy tocado. Pero definitivo sería para alguien normal, para alguien coherente, no para ti, porque tú has venido aquí a salir adelante aunque eso suponga meterse entre las zarzas. Y aunque la palabra fracaso vaya de tu mano, en el horizonte, en la meta, no te la planteas. No va a ser definitivo porque cuando alguien así se propone algo lo acaba consiguiendo. Y cuanto más se sufre en el camino más se disfruta en la meta. Pero siempre cabe preguntarse si el camino correcto es elevar la autoexigencia hasta tal punto de volverse casi loco. Cabe preguntarse si no sería más fácil tomar el camino que sigue todo el mundo. El del realismo, el de adecuar tus acciones a los resultados objetivos y visibles más que a lo que tú sabes o crees saber que eres capaz de hacer. En algún momento habrá que echar el freno, en algún momento el sufrimiento será excesivo y convendrá parar, siempre hay que tener presente esa posibilidad. Pero no es una opción planteárselo ahora, el nuevo órdago ya está echado, la vida por supuesto lo aceptó y ya hemos levantado una carta cada uno. Ella lleva un rey, yo un dos. Veremos qué pasa con las otras tres. Una victoria en el reto más difícil supondría borrar de un plumazo el sufrimiento anterior y convertirlo automáticamente en satisfacción. Porque así funciono yo. Porque esas son mis zarzas.



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