La vida como una lucha contra el tiempo. El tiempo,
implacable contrincante. Segundo a segundo consume todo, desde nuestras
esperanzas hasta nuestra propia vida. A veces pasa deprisa, otras despacio.
Suele gustarnos más que pase deprisa, porque implica que estamos disfrutando,
pero no nos gusta su velocidad, porque cuanto más deprisa va, más deprisa vamos
nosotros hacia nuestro fin, o hacia la vejez, que casi nos aterra más. Todos
(unos más que otros) tenemos un momento de vez en cuando en el que pensamos lo rápido
que pasa el tiempo, dónde estábamos hace uno, cinco o diez años y como han
pasado tantas cosas “sin darnos cuenta.” Pero todos sabemos en el fondo que no
ha pasado rápido, que el tiempo no pasa rápido ni lento, simplemente pasa,
siempre al mismo ritmo, que se nos antoja rápido, y no nos gusta. Nos agobia el
tiempo, y somos sus presos. Es una lucha desigual, el tiempo se mantiene
intacto mientras nos va consumiendo poco a poco, y así es como se llega a la
conclusión de que es imposible vencer al tiempo.
Plantear la vida como una
lucha contra él es una forma de condenarse a la derrota constante, pero… ¿cómo
hay que plantear la vida? Yo creo que no hay que plantearla, que simplemente
hay que asumir nuestra esclavitud. Seríamos esclavos del tiempo también sin
relojes, pero los inventamos para recordarnos quién maneja nuestra vida.
También somos esclavos del dinero, pero eso sólo es culpa nuestra. Sin embargo,
tenemos suerte de ser esclavos también de nuestras emociones, que es el único
de nuestros dueños al que podemos controlar.
Aprender a ser indiferente ante las cosas que nos causen emociones
desagradables y aprender a disfrutar de las sensaciones agradables es lo único
que depende de nosotros, de lo demás… Será el tiempo quien se encargue de lo
demás.
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